miércoles, 13 de mayo de 2020

Yo y el Aleph




Ésta quizás sea una historia rara, de hecho lo es.
Yo no tengo explicación para esto, no sé porque postergué ésto tanto, sólo sé que hoy quiero contarla. No ayer y no sé si habrá mañana.
Como todos, no sé qué tan lejos está el último adiós de esta vida, o de esta inteligencia. Tampoco tengo apuro por saber si existe vida después de la muerte, aunque creo ciegamente en Dios. (Como le preguntaba Borges a Kodama y ella le dijo sólo sabrás si Dios existe).
Sólo quiero que esta deuda mía con la vida y los sueños (que siempre se confunden, mezclan y conviven) ya me duele mucho y quiero contarla. Bueno, en realidad quiero sacarme de encima este silencio de 60 años, esta bendita memoria, este casi sacro recuerdo.
Tampoco sé si muchos lo leerán, (espero que no), tampoco sé si a alguien le importará saberlo, sólo sé que ya el recuerdo me duele, la memoria se confunde y sabes que, de última quiero sacarme esta espina.
No sé exactamente en qué año fue, sólo presupongo que alguien me hizo leer El Aleph, a fines de la década el 50 o comienzos del 60, creo que debo haber tenido entre 10 y 14 años.
También sé que desde aquel entonces he leído mucho, soy casi un lector compulsivo. Si es cierto, también leí Borges, y muchas veces leí El Aleph. Pero debo confesar que pocas veces pasé del viernes a la mañana donde Carlos Argentino Daneri debía llamar a Álvaro.   También me asusta recordar,  cuantas veces había usaba ese antiguo aparato, y nunca logré oír la voz  de Beatriz.
Yo sabía en aquel entonces que Borges no lo había llamado a Álvaro. También sé que los abogados, que peleaban por conseguir la destrucción de la confitería, y por lo  tanto destruirían la casa de los Daneri, ganarían el juicio y la casa del Aleph, de la calle Garay sería destruida. Esto, para mí y mis recuerdos, no era grave, pero yo sabía que después de eso Daneri lo llevaría a Borges al sótano, y ahí no quería leer más.
El sótano, el sótano, el sótano………….
Ese sótano de la calle Zeballos 645 de Rosario, pelea con mi memoria, con mis recuerdos, con la verdad y la mentira. Durante muchos  años lo guardé celosamente en mi memoria y hoy se me escapa de las manos, se me sale del corazón (que en este momento late locamente), se sale de mi vida, se sale de la soledad de no haber podido contar nunca esto, me duele.
Quizás (como dicen los psiquiatras) si lo cuento todo ésta noche pueda dormir, y quizás necesite nuevos recuerdos para soñar porque éste se habrá ido.
Calle E. Zeballos 645, esa casa chorizo, enfrentada con la vecina de pasillo invertido, ésta tenía el pasillo a la derecha, o sea hacia el oeste. Una habitación muy grande al frente (antiguo salón comedor gigantesco) que la Tía Emma le alquilaba a una señora, que al cerrar los ojos la veo (de baja estatura, pelo carré, pollera a media rodilla, caminando siempre muy rápido y con pocos saludos), luego una serie de habitaciones, la de Gladys y el Cholo, la de las hijas de ellos (sólo me acuerdo de Chichin, los otros dos no), luego la habitación de la tía Emma, luego el baño, la otra habitación que también alquilaba, y luego en el segundo patio la cocina y el depósito.
Todo ésto para que se imaginen la casa.
¿Y que me asustaba de todo eso?
La habitación de la tía Emma era tan grande que en el extremo este estaba la cama de ella, con ropero, cómoda y mesa de luz. En el extremo opuesto (el poniente) estaba una gran mesa donde solíamos reunirnos a comer todos los domingos entre 15 y 20 parientes.
Bueno, lo cierto es que la mesa de los domingos, estaba casi sobre la tapa de la entrada al sótano. Y digo casi porque muchas veces vi, en la punta norte de la mesa, una gran plancha de madera que algo tapaba, y muchas veces pregunté qué era eso, y muchas veces escuche, el sótano donde vive el Diablo y dónde van los chicos que mienten. Y el Cholo agregaba y los que preguntaban boludeces.
Tantas  veces lo vi  y tantas veces me imaginé entrando al sótano, que es imposible que lo olvide.
Lo único cierto, que recuerdo, es que un día de verano, hacía mucho calor y como correspondía, en ese entonces, toda la familia sacó las sillas a la vereda y se sentaron a tomar mate a la siesta.
Yo entré en la casa para ir al baño y pasé por la habitación de la tía Emma, y por supuesto vi la tapa del sótano, tan familiar para mí, y tan extraño a la familia. Y si, fui hasta la tapa del sótano, no lo pensé tanto y comencé a tirar de esa especie de herradura que se usaba de manija, tiré, tiré mucho, no sé cuánto tiempo, traspiraba, pero no iba a ceder.
Me pareció que se abría y vi luz abajo, Dios mío, no podía aflojar, seguí tirando y se entreabrió. Allí tendría que estar El Aleph, yo lo había soñado, lo había visto en sueños.
Yo tenía que recorrer con Borges el mundo. Yo quería bajar la empinada escalera, quería ver el baúl, quería ver todo el mundo en todos los ángulos, quería ver todas las luminarias, todas las lámparas. Quería escuchar la voz de Beatriz Elena Viterbo, quería imaginarla como Borges los primeros años de recuerdo anual, pero sobre todo quería fijar los ojos  “en el decimonono escalón de la pertinente escalera”.
Allí tenía que estar El Aleph.
Cuanto tiempo peleé no sé, para mí fue una eternidad. Escuchaba los ruidos de las silla arrastradas al entrar al zaguán, y las risas y las palabras más fuertes, más cercanas, y me dije Dios mío debo ver El Aleph, quiero contar los peldaños de la escalera. Se abrió nuevamente el sótano y volví a ver luz, ya no me importaba que me vieran pelear con la tapa del sótano en la mano, nada me importaba, quería abrirlo.
El primero que me vio fue el tío Cholo, ¿qué estás haciendo loco?, me dijo, solté la tapa y fue lo último que escuché.
Me recuerdo caminando por la Avenida Pellegrini, después por calle Colon, mi madre me retaba, no sé que me decía, no tengo el menor recuerdo de eso.
Yo sólo pensaba, el domingo próximo veré El Aleph, podré volar por el mundo, podré imaginarlo como me parezca o como sea. Podré escuchar la voz de Beatriz Viterbo, que en mi adolescencia soñé que me hablaría de amor, o tan sólo decirme cosas lindas, que me leería poemas dulces.
No pude, volví muchas veces a calle Zeballos 645, pero el tío Cholo y la vida, habían clavado la tapa “por miedo que algún chico cayera”. Lo odié y creo que aún lo odio.
Algún día volveré a leer El Aleph, quizás me atreva a terminarlo, a leer la ingratitud de Borges, quizás un día caminando por Buenos Aires vea la casa de calle Garay y vea la foto de Beatriz con la mano debajo del mentón que me sonríe.
Algún día, en las noches de sueños profundos, dejaré de hacer fuerza en esa maldita tapa que aún veo, y podré volver a ver la luz (que yo vi) en el sótano de la tía Emma, podré bajar la empinada escalera y buscando el escalón tan deseado podré verlo.
Algún día dejaré de soñar y podré ver El Aleph…………
Yo sé que un Dios me lo permitirá.

Eduardo D. Carrozzo.








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