No
hubo tiempo para reflexionar -ni poco ni mucho-, apenas conocida la noticia se
armó la pila y todo ardió. Rápidamente el fuego carbonizó hojas, capítulos,
títulos. Obras enteras ardieron aquella noche patagónica, como sombrío
presagio, tal vez.
“En
1499, en Granada, el Arzobispo Cisneros echó a las llamas los libros que
contaban ocho siglos de cultura islámica en España, mientras trece siglos de
cultura judía ardían en las hogueras de la Inquisición. “En 1562 en Yucatán,
Fray Diego de Landa mandó a la hoguera ocho siglos de literatura maya”, nos
cuenta Eduardo Galeano.
Tiempo
después, lejos de la primera hoguera, hubo otra quemazón, esta vez no de libros
sino de cartas. Habían sido enviadas desde el Sur por aquél que quemó los
libros. Eran cartas inocentes -y también indefensas- digamos de amor (con
perdón de la palabra) pero, se avecinaban tiempos de invasión, de horror y toda
precaución era poca.
Hubo
muchos incendios en la Argentina de aquélla época. Memorias, caricias, besos,
abrazos, esperanzas, fueron arrojados al fuego.
Como
vemos, los hubo antes y también después de 1976. Espanta el dato. Poco o nada
hemos aprendido.
En
el año 2003, cuando las tropas invasoras concluyeron la conquista de Irak,
fueron vaciados todos los museos y fueron robados los libros de barro cocido
que contaban las primeras historias y las primeras leyes escritas del mundo.
“Ardió la Biblioteca Nacional de Bagdad y se hicieron cenizas más de medio
millón de libros. Muchos de los primeros libros impresos en lengua árabe y en
lengua persa murieron allí”, añade Galeano.
Del
Sur al Litoral hubo, en esta pequeña historia, dos hogueras entretejidas, sin
que lo supieran sus autores, urgidos por los tiempos de los déspotas.
En
ambas ardieron ilusiones. Los sueños no se quemaron.
Enrique Minetti