Al
pie de la galería abierta crecía ensortijada una parra de uvas tan dulces que
sofocaban la boca.
En
un rincón sonaba una radio: “primero hay que saber sufrir, después amar…”.
Mis
años de infancia y juventud jugaron con estas estrofas de “Naranjo en flor”,
acompasados con el silbido de mi padre y la cocina de leñas de mi madre.
La
Tierra, entonces, era habitada por el sol, el olor de los laureles, los árboles
que vivían una larga vida antes de morir…de pie.
Los
campos, retazos verdes, amarillos, celestes, de trigo, lino, maíz, se
confundían con el cielo azul cargado de calor.
Teníamos
en el corazón una extraña alegría, nacida de hacer lo que se debía.
Los
olores voluminosos de los duraznos comidos a dentelladas, los melones carnosos
ofrecidos generosamente a los visitantes, el desenfreno de la Naturaleza en el
momento justo de la cosecha.
La
Tierra suspiraba, aprendíamos a respirar con el mundo, nos integrábamos al
derroche de las flores, las frutas, las semillas…
Los
ciruelos se poblaban de pájaros, ribetes de álamos cercaban
los montes de naranjos fragantes
que esperaban la recolección.
Teníamos
esos sentimientos sencillos y eternos: el amor, el odio, la alegría, la
tristeza.
Mi
padre llegó a parecerse a los olivos que plantaba, en esa comunión entre la
Tierra y el hombre, esa era una verdad, de la cual el corazón estaba seguro.
Esta
verdad se evidenciaba, luego, cuando después de todo un invierno de remover la
Tierra, marcando los surcos ávidos por recibir las semillas, que con los años serían árboles, aparecía una
helada tardía y fantasmal, que sólo dejaba el esqueleto de lo que había sido un lujoso monte; allí también, en esa tristeza oscura,
muda, del esfuerzo estéril, allí, seguía existiendo Ese Entendimiento Amoroso
Entre La Mano Del Hombre y La Tierra.
La Gata Bacana.
Fotografía: Grete Stern