Durante el invierno
me había dado cuenta que las paredes del patio estaban muy deterioradas, con
enormes manchas de humedad, revoques caídos, colores varios que hablaban de
distintas pintadas en distintas épocas y por distintas manos.
Pensé entonces que
cuando el tiempo mejorara, tendría que llamar a un albañil y a un pintor, en
ese orden.
Por el mes de
noviembre, comencé a comprar los materiales y tratando de ahorrar, descarté
primero al albañil y luego también al pintor. Tranquilamente podría ahorrarme
la mano de obra, la cuestión no parecía difícil. Lo haría poco a poco, sin
apuro, ya que tenía el verano por delante.
Lo mejor era hacerlo
por la mañana, el sol pegaba fuerte cerca del mediodía, así que ese primer
sábado me levanté temprano y comencé con la tarea.
La cosa
no era tan fácil como aparentaba, pintar con rodillo demanda mucha pintura, se salpica
todo y a poco de andar los brazos duelen y pesan cada vez más. Al principio se
pone más cuidado para no ensuciar, pero transcurrido un tiempo, ya no importan
las manchas ni en el piso, ni en la ropa, ni en la cara.
Al empezar había
calculado la cantidad de tiempo que me demandaría el trabajo, unos dos días
para cada pared y listo. Sin embargo, esos seis días no alcanzaron, antes de
terminar la tercera pared aparecían imperfecciones en las otras dos, así que
pensé en disponer de un día más para el retoque de cada una. Pero éstos
volvieron a ser insuficientes, siempre tenía que volver a retocar.
Incorporé una nueva
muda de ropa para el trabajo, ya que la primera quedó totalmente fuera de uso.
Además, tuve que buscar más tarros, más baldes, más pinceles y renovar los
rodillos que se gastaban rápidamente comidos por las imperfecciones de las
superficies.
Agregué más días y
más horas al trabajo, ya que no bastaban las dos, ni las tres, ni las cuatro
que fui sumando con el correr del tiempo.
Pedí licencia en el
trabajo porque no podía cumplir con todo. Tenía que hacer muy rápido las otras
tareas que demandaba la casa para dedicarle más tiempo a la pintura.
Las paredes, a pesar
de dedicarle tanto tiempo, estaban casi como al principio; fui variando el
sistema, primero pintaba toda una pared, y luego las otras; después empecé a
pintar las partes altas, las medias y por último las bajas de cada una. Pero
siempre tenía algo más para hacer.
Gastaba mucho dinero
en pintura, pinceles, rodillos, lijas, y tuve que restringir otros gastos.
Quedé casi sin ropa porque poco a poco la fui usando para pintar y no podía
reponerla. Terminada la primera licencia pedí otra y luego otra, hasta que ya
no me autorizaron más, entonces tuve que solicitar una especial sin goce de
sueldo.
Casi disponía del día
entero para pintar, lo hacía desde que amanecía y hasta que llegaba la noche.
Los meses del verano
pasaron rápido, llegó el otoño, y las lluvias me complicaron, porque lo que
pintaba enseguida el agua se lo llevaba.
Los días se
acortaron, y comenzó el frío. Por otra parte, la licencia especial terminó y
como ya no me concedieron otra, tuve que renunciar; no podía dejar el trabajo
de las paredes sin terminar. Siempre seguía faltando algo. Ya no podía disponer
de tiempo para hacer las compras, así que los amigos comenzaron a llevarme los
alimentos, que comía apresuradamente mientras pintaba o lijaba alguna
imperfección. Había días en lo que no podía avanzar, otros que significaban un
total retroceso porque la pintura se despegaba, así que debía rasquetearla con
cuidado, poner nuevamente fijador y esperar para volver a pintar.
Me levantaba todos
los días muy temprano para empezar rápidamente la tarea. En cuanto me ponía en
pie, lo primero que hacía era ir al patio para ver qué había ocurrido con las
paredes durante la noche. Siempre había alguna novedad, algo se había
descascarado, algo se había despegado; traté entonces de dormir menos y estar con
mayor atención para salvar los problemas.
Me fui agotando de
pasar el rodillo, el pincel, de subir y bajar las escaleras con los tarros. La
piel se me puso áspera, las manos estaban cada vez más escamosas.
Durante el invierno
la cosa se complicó bastante, el frío me entumecía los dedos, los pinceles y
los tarros se me caían. Los días de viento fuerte resultaban agotadores y ni
que hablar de las lluvias intensas por las cuales debía suspender la tarea.
Descuidé casi por
completo el resto de la casa, no tenía tiempo para limpiarla, ni lavar los vidrios,
ni desinfectar el baño. No tenía ya vajilla disponible, toda estaba sobre la
mesada, tan sucia y pegoteada que no podría volver a usarse.
Lo que en un
principio fueron algunos tarros en la cocina, se transformaron en cientos y
cientos, en pinceles sin pelos, en lijas gastadas, en rodillos desarmados que
ocuparon el baño, las habitaciones, y todos los ambientes de la casa. Las pilas
de restos de envases fueron creciendo y taponearon las ventanas y las puertas.
Los amigos ya casi no
venían, decían que yo no hablaba de otra cosa que no fuera de pintura, de
paredes y revoques. A veces me dejaban algo de comida y se iban rápidamente
corridos por los nauseabundos olores de la casa que hacía tanto no limpiaba.
Un día me propuse dar
la cuestión por terminada, tenía que ponerle fin de una vez por todas. Pero
mirando las paredes, las encontré tan deslucidas, que me prometí darles una
última pintada. Una pintada más para cada una y que quedaran como quedaran. Así
lo hice los días que siguieron, primero una, luego la otra y por último la
tercera. Esa noche me acosté temprano, al día siguiente hice un gran esfuerzo
para no ir corriendo al patio. Tenía que salir a buscar un nuevo trabajo porque
ya no podía mantenerme. Me costó atravesar la puerta taponeada de basura y con
enormes cortinas de telarañas.
La mañana afuera de
casa me pareció eterna. Volví cerca del medio día, ya no aguantaba más sin ver
que había pasado. Atravesé la sala corriendo y salí al patio. Ahí estaban las
tres, como reprochando el abandono de tantas horas, sucias y descascaradas, la
pintura había caído, las manchas de humedad habían vuelto aparecer.
Me dije que esto no
podía volver a pasar. Ya no volvería a ocurrir. Ni siquiera por las noches
dejaría de vigilarlas, siempre se corría algún riesgo, siempre había algo que
las amenazaba. Así que llevé el sillón grande con algunas mantas hasta el
centro del patio, para dormitar cuando el cansancio me venciera, coloqué luces
por todos lados, para que la oscuridad no me impidiera ver que ocurría con las
paredes y poder repararlas de inmediato. Prometí estar alerta todo el tiempo, y
no volver a descuidarme.
Cuando me tuve que
ir, solo pedí un instante más para mirar las paredes. Me tranquilicé, ahí estaban
con sus revoques intactos, blancas sin ninguna mancha y lucían hermosas en el
patio lleno de sol.
María Virginia León
Fotografía: Grete Stern