sábado, 30 de mayo de 2020

CHOLA




Desde mi ventana te veo, Chola
acurrucada, pequeña, inmóvil,
cobijada tras las ropas,
las tuyas y las que ofreciste
y que mañana te seguirán regateando.
Te cubren los bultos
multicolores/ donde guardás la alpaca
tan tibia como tus sueños,
tan suave como tu voz.

La noche helada cae severa/inflexible sobre El Cusco
y seguís estando ahí acurrucada, pequeña, inmóvil,
recostada en la pared de la angosta vereda,
tu rostro oscuro se funde en la noche azabache
en la misma noche mineral
en que Pizarro postró a tus abuelos,
cuya cabeza hedionda exponen obscenos en la catedral de Lima.

Tu mirada penetra los siglos
y se derrumban las católicas iglesias
que el salvaje -el español- construyó sobre los despojos de tus templos sagrados/ usurpados.
Tus ojos crecen la noche
amanece el Inti solemne/brillante/heroico.
Tus manitas llagadas arrullan a la Mama Pacha doliente
que sangra herida/rojos los ríos y los mares
de tu andina patria tuya/nuestra de nosotros.

Le ofrecés la chicha
y el corazón caliente de la llama.
Alto en el cielo el cóndor/los Andes soberbios.
Sueño que sueñas con un día nuevo
/tus labios mudos/
gritan un grito que truena y estalla:
América/ombligo del mundo
la venganza duerme en la hoja de la coca
y se despierta en la sangre del invasor.

                                                                                              
Enrique Minetti
Pintura: "La mujer frente al espejo". Pablo Picasso

jueves, 28 de mayo de 2020

Margot



Para Lucas, compañero navegante de tantas travesías.

Cuando salí al río grande el viento sur me pegó con toda su intensidad. Las velas se llenaron de golpe con un ruido seco y el Margot escoró violentamente. Aflojé las escotas, y el barco comenzó a navegar con viento casi de popa. Cerca de la costa las olas eran mansas y cuando llegaban, la popa del Margot se levantaba suavemente y la proa parecía hundirse, y yo sentía que el barco se elevaba cuando la ola pasaba y las veía seguir allá adelante hasta que las perdía de vista. Y allá muy lejos, en el medio del río, un remolcador remontaba la corriente empujando las olas marrones que se deshacían en blanca espuma que el viento se llevaba. En ese momento un rayo de sol atravesó las nubes e iluminó las bordas negras y la cubierta blanca del remolcador, la misma espuma se hizo más blanca, el río perdió su tristeza habitual y hasta el mismo marrón del río se transformó en gris plata. Todo se coloreó de algo mágico y yo sabía entonces que la imagen del remolcador iluminado por el sol quedaría para siempre en mis ojos y en mi alma. Que no se irían nunca. Que serían parte mía hasta el final. Y cuando llegué al medio del río las olas empujadas por el viento sur se hicieron imponentes y masas de agua coronadas por espuma blanca llegaba desde lejos. Las veía llegar desde muy lejos y oía su rumor creciente y cuando las tenía cerca, una sensación de miedo y euforia me invadía, y les daba la espalda, porque pensaba que mi pobre barco se hundiría allí mismo.
Pero el Margot fuertemente escorado y con sus viejas velas tensas, embestía las olas como burlándose de ellas y miles de gotitas volaban con el viento y me castigaban la cara y el cuerpo, y se escurrían entre mis ropas. Y allí, como otros días, en ese inmenso río marrón, corriendo el viento sur con mi barquito, errando sin rumbo y sin destino, sentía esa indescriptible sensación de ser soberano de mi vida, de poder buscar sin límites, de encontrar la libertad.
Abandonado, permanecía inmóvil hasta que algún barco pasaba por el canal y su marejada llegaba a la costa. Entonces su alto mástil se balanceaba y el viejo casco tironeaba de sus amarras. Como yo, parecía impaciente de salir a navegar. De buscar otros vientos en la inmensidad del río abierto. De encontrar algún lugar mágico allá lejos detrás del horizonte. Y antes que fuera mío miré una y mil veces su alto mástil. Sus maderas despintadas. Su anacrónico bauprés. Sus líneas sencillas y austeras, y en su popa redondeada y con letras de bronce el misterioso nombre de una mujer. Y supe de su pasado incierto y su historia de bastardo. Y cuando un día fue mío repasé y cosí sus velas gastadas por el tiempo y pinté su casco de blanco y su fondo de color cobre e icé siempre una banderita celeste y blanca con un sol amarillo oro. Y con él navegué todos los vientos. Pamperos que me abordaban por la popa con sus olas marrones y su rumor amenazante. Y como vientos del sur abría las velas como dos amplias alas y el velero se lanzaba hacia adelante. Y he hecho bordes con el viento de través y sus viejas velas llenas de viento y el Margot escorado hasta que entraba agua por los bordes. Y un atardecer lluvioso vi al Juana navegando río abajo con todas sus velas desplegadas y su enorme proa embistiendo el río marrón. Y muchas veces me encontró la noche en algún riacho escondido. Y me dormía mirando el cielo lleno de estrellas. Y por la escotilla abierta, el misterioso aire nocturno me traía los ruidos de la ciudad que se veía allá muy lejos.
Pasaron muchos años. Pasó parte de mi vida. A lo mejor pasó esa urgente ansiedad que me llenaba cada vez que el viento se colaba entre los edificios y durante la noche lo había escuchado soplar y corría al embarcadero y subía al Margot que parecía tan ansioso como yo de salir al río abierto. Izaba sus velas percudidas y gastadas. Su mayor que subía hasta allá arriba y su genoa que comenzaba a flamear. Soltaba las amarras y sentía que el barco comenzaba a navegar con mayor velocidad y la costa con sus fríos edificios se iba alejando. Y hoy después de haber corrido con él todos los vientos, me pregunto por dónde andará navegando mi fiel barquito y quien será su dueño. Que le habrá deparado su destino inanimado. Y porqué fue que lo perdí, si con el sentí que la vida me reía, y conocí la libertad de vagar sin rumbo. De buscar allá muy lejos algún lugar en donde todavía nadie llegó. Pero a lo mejor, por esas cosas de la vida, nos encontramos alguna vez de nuevo, y entonces izaré todas sus velas y nos iremos para siempre.
Juan Manuel Maini. Puerto Gaboto. Marzo del 2020
Pintura: Wassily Kandinsky

domingo, 24 de mayo de 2020




Me niego a ser olvido
Quiero volver en el tiempo:
volver a ser la niña de ayer
Volver a pisar la mañana descalza.

De un pueblo que fue bueno, triste
De un arado que fue creación

Volver a mi primer amor
Volver a ese primer beso

Con labios de otoño, sentir
Con párpados cerrados amar

Y en un suspiro pienso:
La voluntad de Dios anhelante
La marcha funeral prometida

-Lázaro amado de los muertos-

¡Ay de mí hombre, si yo pudiera
volver a la mesa de mis Padres!

Quiero volver en el tiempo:

A la inmediatez de los años vencidos
A los sueños del zaguán de ilusiones
A esa vieja canción de enamorados
A esa noche prometida en mis brazos, en mi abdomen
A mis primeras lágrimas, a mi mejor sonrisa, a mi cuello de éter
A los dulces instantes, a la vieja estación, a mis quince años de alcoba
A tus primeras caricias, a tu primer poesía, a tu cuerpo bohemio de luz

Quiero volver en el tiempo, a tu lado.

Marylin Thel (alumna del Taller literario para adultos mayores de la biblioteca Argentina "Juan Álvarez").
Pintura: Vasili Kandinski


sábado, 23 de mayo de 2020

Tu recuerdo




Tarde gris de mucho frió
Y a la distancia te miro
Mientras la llovizna deja
Tu perfume y te respiro

Vuelve con tu amor callado
Que el tiempo pasa y reclama,
Son tus besos que  hacen falta
Y es tu aliento el que me sana

Entre la niebla apareces
Y al instante ya no estas
Esta obsesión no me deja
Caminar ni verte más

Ya va aclarando la tarde
Y mis ojos aún te buscan
Pero el silencio me dice
Que eres misterio y penumbra

Es tu perfume que siento
En mi piel tengo tu aroma
Son tus besos el recuerdo
Y es tu olvido mi secreto.

Ana María Arrieta  (Integrante del "Taller literario para adultos mayores de la Biblioteca Argentina "Juan Álvarez").
Pintura: "El beso". Edvard Munch

viernes, 22 de mayo de 2020

Walk



Escribir ciertas cosas para mí
sin ojos metiendo sus nubes
inundar una bañera de incertidumbres
jugar a la ruleta rusa con el sol
merodeando con la noche al cuello
cuyo calígrama son rapsodas invernales
y rayos de luz lamiendo la tierra
inventando un idioma actual
siendo flechas en el sombrero
transformador del sentido melancólico 
como una hamaca rodeada de serigrafías
sobre páginas de revistas a ser delinquidas
donde el desnudamiento de cuervos negros
se confunden y emperran con la tinta impresa
intoxicando la imagen más temprano que tarde
entre partir y nunca llegar del todo.

León Carpignano       
Pintura: Edvard Munch     

martes, 19 de mayo de 2020

Postal otoñal nocturna





Las frases humean en el papel,
como la taza de sopa esta noche

humeaba desde la mesa.

Sólo soy una mano insuficiente,
destripando sueños en la hoja,
pobre hoja,
receptora de vicios excitados
en tinta indiscreta.

El vapor inunda la habitación,
abandono la escritura
así diluye un poco esta atmósfera saturada.

Imprudentes habíamos cruzado
miradas en la mañana,
aún me laten los ojos.

Suspendidas de la luna, llena de humo,
distingo unas palabras dedicadas.

Alejandra Merello
Pintura: Edvard Munch


Tic tac time



La mente se expande, acá en el mantel
la ola del vientre en la noche
el magma irreproducible te atrapa entre luces
y rememoré tus incandescencias,
las sensaciones se unen con la eteernidad
pasame la birome, pleace.....


Texto e imagen: Guada Gonzalez

lunes, 18 de mayo de 2020

Abuelos


   

Desde hace pocos días, me transformé en la abuela de….la Cajera de mi Banco.
El cielo pesado, gris, caía en forma de fina lluvia que iluminaba el pavimento y pensé (porque aún pienso) : voy al banco dado el día según el calendario. La lluvia iba amainando, pocas personas se dirigirían a la noble institución.
Efectivamente, éramos 4 personas y 6 cajeros “humanos”; no me había equivocado en la forma de pensar.
Los Bancos me han provocado cierto escozor, desde niña, ¿estaría por descubrir el porqué?.
Cuando mi número me indicaba la cajera hacia la cual debía dirigirme, sonreí debajo del barbijo, y también con la mirada, dado que la conocía.
Su mirada clara y fría, su voz impersonal, ante mi inquietud, y luego su mano firme, tendiéndome un escrito con instrucciones…, quise agregar alguna palabra, pero simplemente me dice:   Abuela, vaya a su casa e inténtelo desde su hogar.
Quedé petrificada, no pude articular palabras, y me fui lo más erguida  que pude, mascullando entre charco y charco, entre baldosa floja y baldosa floja.
Me iba preguntando, ¿cuándo me convertí en la abuela de la cajera de mi banco?.
Hace 6 meses atrás, yo le hacía los análisis a su hijo, y le “explicaba”: que los glóbulos blancos eran normales, que estaba en el límite de la ferremia, pero que no era preocupante y que por suerte su garganta estaba libre de gérmenes patógenos…
Mi abuelo lo miraba con ojos hechizados,  me “enseñó” los colores, cuando una fruta estaba madura para explorar el gusto en la boca, a tener sueños. Aquí las palabras tenían un peso…
En 6 meses me convertí en la abuela de la cajera de mi banco, sin percibirlo, y se me quitó la posibilidad de mostrar algo de lo que fui aprendiendo.
Abuelo: una palabra íntima protectora que en estos tiempos suena sin color, sin afecto, hueca;
Más abrigable sería decir: viejo.
¿Desde cuándo pasé a ser la abuela de la cajera de mi banco?
No pude elegir, no pude ser escuchada, se me impuso ser su abuela…
Mi abuelo, estar con él, sus anécdotas, sus silencios, todo era cobijo y placer.
Un Relámpago rajó el cielo y me seguía cuestionando que “saber” le podría brindar a mi nieta: la cajera de mi banco, luego de tan sólo 6 meses en que pasé abruptamente a ser su abuela.
La llovizna caía  suave, se entrometía en las ramas cada vez más desnudas de los álamos, llegué a casa, al abrir la puerta me empujó el silencio, escuché la casa, percibí el suelo bajo mis pies.
La soledad estaba en los almohadones, detrás del televisor, en la lámpara, en el jardín, pesaba, inundaba….¿era la protección?.
El lugar del viejo se hace relegado pequeño e incluso “acorralado”. Serían dos confinamientos: el de la pandemia y el de la vejez.
Busqué amparo, como  junto a mi abuelo, descubriendo ambos como cambiaban los colores del ocaso, y me acordé de la letra de una canción:
Soy una niña de 62 años, que va haciendo su vida sin haber entendido nada.

La Gata Bacana (miembra del Taller literario para adultos mayores de la biblioteca Argentina "Juan Álvarez".
Pintura: Edvard Munch

miércoles, 13 de mayo de 2020

Yo y el Aleph




Ésta quizás sea una historia rara, de hecho lo es.
Yo no tengo explicación para esto, no sé porque postergué ésto tanto, sólo sé que hoy quiero contarla. No ayer y no sé si habrá mañana.
Como todos, no sé qué tan lejos está el último adiós de esta vida, o de esta inteligencia. Tampoco tengo apuro por saber si existe vida después de la muerte, aunque creo ciegamente en Dios. (Como le preguntaba Borges a Kodama y ella le dijo sólo sabrás si Dios existe).
Sólo quiero que esta deuda mía con la vida y los sueños (que siempre se confunden, mezclan y conviven) ya me duele mucho y quiero contarla. Bueno, en realidad quiero sacarme de encima este silencio de 60 años, esta bendita memoria, este casi sacro recuerdo.
Tampoco sé si muchos lo leerán, (espero que no), tampoco sé si a alguien le importará saberlo, sólo sé que ya el recuerdo me duele, la memoria se confunde y sabes que, de última quiero sacarme esta espina.
No sé exactamente en qué año fue, sólo presupongo que alguien me hizo leer El Aleph, a fines de la década el 50 o comienzos del 60, creo que debo haber tenido entre 10 y 14 años.
También sé que desde aquel entonces he leído mucho, soy casi un lector compulsivo. Si es cierto, también leí Borges, y muchas veces leí El Aleph. Pero debo confesar que pocas veces pasé del viernes a la mañana donde Carlos Argentino Daneri debía llamar a Álvaro.   También me asusta recordar,  cuantas veces había usaba ese antiguo aparato, y nunca logré oír la voz  de Beatriz.
Yo sabía en aquel entonces que Borges no lo había llamado a Álvaro. También sé que los abogados, que peleaban por conseguir la destrucción de la confitería, y por lo  tanto destruirían la casa de los Daneri, ganarían el juicio y la casa del Aleph, de la calle Garay sería destruida. Esto, para mí y mis recuerdos, no era grave, pero yo sabía que después de eso Daneri lo llevaría a Borges al sótano, y ahí no quería leer más.
El sótano, el sótano, el sótano………….
Ese sótano de la calle Zeballos 645 de Rosario, pelea con mi memoria, con mis recuerdos, con la verdad y la mentira. Durante muchos  años lo guardé celosamente en mi memoria y hoy se me escapa de las manos, se me sale del corazón (que en este momento late locamente), se sale de mi vida, se sale de la soledad de no haber podido contar nunca esto, me duele.
Quizás (como dicen los psiquiatras) si lo cuento todo ésta noche pueda dormir, y quizás necesite nuevos recuerdos para soñar porque éste se habrá ido.
Calle E. Zeballos 645, esa casa chorizo, enfrentada con la vecina de pasillo invertido, ésta tenía el pasillo a la derecha, o sea hacia el oeste. Una habitación muy grande al frente (antiguo salón comedor gigantesco) que la Tía Emma le alquilaba a una señora, que al cerrar los ojos la veo (de baja estatura, pelo carré, pollera a media rodilla, caminando siempre muy rápido y con pocos saludos), luego una serie de habitaciones, la de Gladys y el Cholo, la de las hijas de ellos (sólo me acuerdo de Chichin, los otros dos no), luego la habitación de la tía Emma, luego el baño, la otra habitación que también alquilaba, y luego en el segundo patio la cocina y el depósito.
Todo ésto para que se imaginen la casa.
¿Y que me asustaba de todo eso?
La habitación de la tía Emma era tan grande que en el extremo este estaba la cama de ella, con ropero, cómoda y mesa de luz. En el extremo opuesto (el poniente) estaba una gran mesa donde solíamos reunirnos a comer todos los domingos entre 15 y 20 parientes.
Bueno, lo cierto es que la mesa de los domingos, estaba casi sobre la tapa de la entrada al sótano. Y digo casi porque muchas veces vi, en la punta norte de la mesa, una gran plancha de madera que algo tapaba, y muchas veces pregunté qué era eso, y muchas veces escuche, el sótano donde vive el Diablo y dónde van los chicos que mienten. Y el Cholo agregaba y los que preguntaban boludeces.
Tantas  veces lo vi  y tantas veces me imaginé entrando al sótano, que es imposible que lo olvide.
Lo único cierto, que recuerdo, es que un día de verano, hacía mucho calor y como correspondía, en ese entonces, toda la familia sacó las sillas a la vereda y se sentaron a tomar mate a la siesta.
Yo entré en la casa para ir al baño y pasé por la habitación de la tía Emma, y por supuesto vi la tapa del sótano, tan familiar para mí, y tan extraño a la familia. Y si, fui hasta la tapa del sótano, no lo pensé tanto y comencé a tirar de esa especie de herradura que se usaba de manija, tiré, tiré mucho, no sé cuánto tiempo, traspiraba, pero no iba a ceder.
Me pareció que se abría y vi luz abajo, Dios mío, no podía aflojar, seguí tirando y se entreabrió. Allí tendría que estar El Aleph, yo lo había soñado, lo había visto en sueños.
Yo tenía que recorrer con Borges el mundo. Yo quería bajar la empinada escalera, quería ver el baúl, quería ver todo el mundo en todos los ángulos, quería ver todas las luminarias, todas las lámparas. Quería escuchar la voz de Beatriz Elena Viterbo, quería imaginarla como Borges los primeros años de recuerdo anual, pero sobre todo quería fijar los ojos  “en el decimonono escalón de la pertinente escalera”.
Allí tenía que estar El Aleph.
Cuanto tiempo peleé no sé, para mí fue una eternidad. Escuchaba los ruidos de las silla arrastradas al entrar al zaguán, y las risas y las palabras más fuertes, más cercanas, y me dije Dios mío debo ver El Aleph, quiero contar los peldaños de la escalera. Se abrió nuevamente el sótano y volví a ver luz, ya no me importaba que me vieran pelear con la tapa del sótano en la mano, nada me importaba, quería abrirlo.
El primero que me vio fue el tío Cholo, ¿qué estás haciendo loco?, me dijo, solté la tapa y fue lo último que escuché.
Me recuerdo caminando por la Avenida Pellegrini, después por calle Colon, mi madre me retaba, no sé que me decía, no tengo el menor recuerdo de eso.
Yo sólo pensaba, el domingo próximo veré El Aleph, podré volar por el mundo, podré imaginarlo como me parezca o como sea. Podré escuchar la voz de Beatriz Viterbo, que en mi adolescencia soñé que me hablaría de amor, o tan sólo decirme cosas lindas, que me leería poemas dulces.
No pude, volví muchas veces a calle Zeballos 645, pero el tío Cholo y la vida, habían clavado la tapa “por miedo que algún chico cayera”. Lo odié y creo que aún lo odio.
Algún día volveré a leer El Aleph, quizás me atreva a terminarlo, a leer la ingratitud de Borges, quizás un día caminando por Buenos Aires vea la casa de calle Garay y vea la foto de Beatriz con la mano debajo del mentón que me sonríe.
Algún día, en las noches de sueños profundos, dejaré de hacer fuerza en esa maldita tapa que aún veo, y podré volver a ver la luz (que yo vi) en el sótano de la tía Emma, podré bajar la empinada escalera y buscando el escalón tan deseado podré verlo.
Algún día dejaré de soñar y podré ver El Aleph…………
Yo sé que un Dios me lo permitirá.

Eduardo D. Carrozzo.








martes, 12 de mayo de 2020

C.A URBEN. Un cuento en el umbral.



Nunca supo cómo llegó al Urben, viejo club del barrio, pero es fácil deducirlo: vivía al lado.De pibe su lema era: De su casa a la escuela, de la escuela al club y del club a su casa: Jugaba al básquet, al baby futbol, al sapo, a cualquier cosa.

Ya de muchacho iba a bailar al Urben. Seguía la primera división a la cancha que fuera. Hizo de todo, colocó guirnaldas, sirvió mesas, pintó, atendió la parrilla. Fue cronometrista, entrenador, boletero, vendió rifas, organizó colectas, no faltó a ninguna despedida de soltero. Su vida era el club que reemplazó a la familia que no tuvo. Pero el problema del club era el....buffet. Cierta vez dijo, déjenme a mí que yo tengo la solución

!Para qué!. Nunca terminó de arrepentirse. Con los años fue sosegando su espíritu guerrero y su actividad se limitaba a la cena de los viernes y alguna partida de truco entre veteranos.

Y fue una noche que se pasó con un matambre a la pizza y se sintió mal. Lo comentó a sus amigos, mintiendo que no era nada, tomó su silla y se dirigió a la cancha de básquet.

Colocó la silla en el centro de la cancha y se sentó al revés colocando ambas manos en el respaldar. Levantó la vista y se asombró al ver un cielo magnífico, como no recordaba haber visto nunca. Agradeció que nunca se hizo el discutido parabólico. Una puntada en el pecho lo obligó a bajar la cabeza y colocarla sobre los brazos

La barra pidió la cuenta, dividieron y uno exclamó. ¡Che, el loco se fue sin pagar!.

Otro repuso: Ese nunca se fue sin pagar. Lo vi irse a la cancha hace un rato largo.

Salieron disparados y se sorprendieron. !Qué salame! Se quedó dormido con este fresquete. Al llamarlo y no responder, se sorprendieron hasta las lágrimas al comprobar la muerte del querido amigo. El viejo Urben entornó sus puertas y lo velaron en la Secretaria. Uno de los amigos colocó en uno de sus bolsillos el carnet de vitalicio. Fue un desfile incesante de amigos y vecinos porque era un tipo muy querido. Pasada la media noche la concurrencia fue raleando y quedaron sólo los amigos de la peña.

-Che ¿Y si tomamos algo? No quedará bien, pero....

-¿No tirará la broca el buffetero si nos servimos solos..?.

-¡Que se vaya al carajo...con lo que hizo renegar al pobre finado!...

Arrimaron dos mesas, trajeron un par de botellas y comenzaron a beber con toda naturalidad y alguno propuso un brindis "a la salud" del finado. Esto se repitió varias veces con el argumento de que "a él hubiera gustado así". La vieja silla de paja permaneció junto a la mesa sin que nadie la ocupara y entre recuerdos, carcajadas y alguna lágrima, pasaron esa última noche con el amigo del alma.

Cuando comenzó a clarear, lavaron los vasos, acomodaron las mesas y barrieron las cascaritas de maní hasta la vereda.

Enzo Burgos


domingo, 10 de mayo de 2020

Despojo




El/mi camino fatigado es,
siglos y siglos, lunas tras lunas,
ahuecando el polvo
ancestral
de los abuelos/ellos
nuestros humanos cuerpos de nosotros
hermosos y limpios
corretean bajo el sol de la luz/brillante/ardiente
como niños alegres.

Todo es de todos lo que es,
ni fronteras, ni provincias, ni rey,
dueño y señor de mi
soy/señor mío
y de mis tierras muchas/todas
mis ríos al amanecer
mis ricas/riquezas/hijos de mi,
mis frutas y frutos,
verdes y amarillas
acá, al sur del Sur.

Tiempo tomo para nombrar las cosas/acompasado,
con las personas pego la hebra/en pausa,
llamo al cielo: mar de arriba
mi amigo es: mi otro corazón/mío
al alma: el sol del pecho,
el abuelo se apoya en el: nieto continuo,
para caminar/él,
y cuando perdono digo: olvido
y perdono.

Existo de antes,
de más que todavía de antes
de antes que me descubrieran/invadieran/me
¡20.000 ANTES AÑOS!
piso y repiso ésta de América tierra.

Siglos y siglos que de mis hermanos/míos que fueron/
acabaron con la tragedia blanca/bruta de allá
del mar/ de la otra margen/ de codicia vinieron
a fuego y cruz/ a cruz y fuego rugiendo.

Quedaron de su propiedad,
el agua/el aire/el oro/la tierra/la vida/
el tiempo de elegir/libres de nosotros

los dioses buenos/ la nuestra poesía/de nosotros. 

Enrique Minetti



viernes, 8 de mayo de 2020

La Calesita






Mis padres habían construido nuestra casa en la remota calle Colón al 2200, casi La Paz, con un crédito hipotecario. Era el año 1949 cuando nos mudamos y yo tenía sólo dos años y mi hermano Eduardo unos seis meses. Hasta ese entonces vivíamos en la casa de mis tíos Miguel y Emma en calle Zeballos al 600.
Tanto ellos como mis abuelos no querían saber nada de que nos fuéramos a vivir al barrio República de la Sexta. Según ellos, era un lugar de cuchilleros, malevos y marginales. Pero allí fuimos los cuatro, Don Héctor, Doña Marta, mi hermano y yo.
A la derecha de nuestra casa estaba el Chalet de los Cosenza, la casa de Doña Queta, otro baldío y la mimbrería y la casa de los polacos. A la izquierda, justo en la esquina, un terreno baldío y continuando por La Paz estaba la carnicería de Don Osvaldo.
En esa ochava vacía, enfrentada a la panadería y almacén de los Quiróz, fue donde se instaló una calesita. La misma era multicolor y tenía una pollera que la cubría cuando no funcionaba. Tenía cerco de alambre de gallinero, entrada por La Paz, boletería, poste para la sortija y los altoparlantes, que estaban ubicados cerca de la torre central y difundían la música de discos de pasta. Estos servían como reguladores de la duración de las vueltas. Nosotros le proveíamos agua potable con una manguera a través del tapial.
Era la primavera del 52 y la calesita empezaba en su incansable girar a las seis de la tarde, cuando sonaba “Delicado” como la canción identificadora de que empezaba el viaje más fantástico del día. Así que al compás de esa y algunas otras canciones seguía girando y girando como hasta las diez u once de la noche. Los fines de semana los imaginarios viajes empezaban un poco antes y terminaban a media noche.
Y nosotros nos subíamos al elefantito y de allí al camello o al caballito blanco o al negro o al impresionante auto de carrera, que nunca había ganado una carrera. Y estábamos hasta que empezaban a descolgar la cortina haciendo el último giro antes de dormir. Claro que hacíamos una parada no muy larga para la cena y vuelta a girar hasta irnos a dormir.
No sólo teníamos pase gratis, en trueque por el agua claro, sino que también cada tanto nos encaramábamos a alguno de los postes asignados para pelear la sortija. Esa caprichosa sortija, que volaba por los aires regalando una vuelta extra a quién la sacaba.
Nuestra habilidad para ganarla era extraordinaria. Con cuatro o cinco años éramos expertos y todos los días la ganábamos tres o cuatro veces. El resto la dejábamos para que los otros vecinos y amigos también la disfrutaran. Cuando pasaba cerca nuestro, ese vuelo endemoniado y furibundo que la sortija dibujaba en el aire cambiaba por un suave balanceo de la
misma. Parecía que el calesitero movía la sortija a nuestras manos, ¡sin ninguna aviesa intención!.
En fin, era como tener una calesita propia en el jardín de la casa.
Y así pasaron los meses de primavera y llegamos a fin de año y tuvimos que “mudarnos” a Pascanas. Mi madre estaba embarazada de nuestro hermano Jorge y debido a la epidemia de poliomielitis la orden médica era salir de Rosario.
Pasamos unos seis meses en el exilio y cuando regresamos en el invierno de 1953 ya éramos tres con mi hermano Jorge, y la calesita no estaba más. La poliomielitis también la había afectado y no había rastros de ella.
Luego, pasados algunos años, en el baldío de la esquina se edificó el almacén de los Quiróz, que expandieron sus operaciones comerciales, reubicando el negocio que tenían junto a la panadería y que había crecido en ventas debido que los empleados de la Metalúrgica Laromet compraban allí sus viandas.
Nunca más tuvimos la calesita en el jardín de casa, pero los recuerdos de esos días se hacen evidentes cuando paso por alguna de ellas y creo escuchar las notas musicales de “Delicado”.
La canción quedó tan gravada en nosotros que mi padre compró el disco de pasta de “Delicado” y lo reproducía por el Wincofón.
Mi hermano Eduardo y yo damos fe.

Héctor B. Carrozzo

Integrante del taller Anfitriones Turísticos 
de la Escuela de Gerontología. Municipalidad de Rosario.
Integrante del Taller Contame una historia de Prouapam UNR

jueves, 7 de mayo de 2020

El camino al infierno está lleno de buenas intenciones






Los hongos de los pies se hacían sentir, sangraban, a medida que corrías  las zapatillas blancas se teñían de rojo, por detrás un grupo de padres enfurecidos con sus caras desencajadas  iban maldiciendo, y vos que no dabas más, te tocabas el costado, saltaste el tapial y las voces se apagaron súbitamente.
Querías desmayarte, pero el miedo te sostenía, los ojos pesaban, el olor a pasto recién cortado, la tierra mojada, esa voz ronca iluminó el silencio reciente:
-Cuando creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla. El golpe que te dio de lleno en la cabeza te hizo perder el conocimiento.
Cuando despertaste sentiste la boca pastosa, tenías los pies vendados y un vaso con agua junto a la mano izquierda; bebiste como si fuera tu ultimo día en el planeta tierra.
La voz ronca se volvió a escuchar:
-¿Qué hiciste?, dijo la voz desde la  oscuridad de la sala donde te encontrabas. El viento levanta las cortinas y la luz te revela quién es la voz ronca, un anciano de torso considerable con una melena blanca que iban en contraste con las cejas negras. Le dijiste que te perseguían para robarte, le viste la cara en ese momento, sabías que no creía una sola palabra de las que les estabas diciendo, pero igual seguiste mintiendo, te había curado los pies, dejado un vaso con agua a tu lado, pero también se te rompió la cabeza y esa herida justamente no la había atendido.
Decidiste no seguir mintiendo, le dijiste la verdad, te quedo mirando largo tiempo, y luego te dijo
-Yo también hice mis cosas cuando tenía tu edad, qué edad tenés, trece, catorce, bueno no importa yo no voy a llamar a la policía.
Lo que dijo te devolvió el alma al cuerpo, hacía poco que habías cumplido los dieciocho años y salido del reformatorio aunque tu apariencia física hacía que te den menos edad.
-¿Querés comer algo?
No lo dudaste, hacía dos días que no comías, te trajo un plato con pasta que devoraste en segundos.
-Creo que tengo algunas zapatillas, ¿cuánto calzas?.
Cuarenta y uno, dijiste mientras pasabas el pan al plato. Al rato volvió con unas zapatillas de la marca que te gustaban, y que te calzaban perfectas.
-Te podes quedar esta noche si querés, y mañana temprano te vas.
-…Pero, ¿y su mujer o sus hijos que van a decir?.
-No tengo hijos, y mi mujer murió ya hace unos años.
Gritos que se volvieron a oír desde afuera te pusieron en alerta.
-Quédate tranquilo  que acá no te va a pasar nada.  
Esa casa inmensa tenía como vida propia o eso creías vos. La habitación que te dio, amplia, limpia, todo en su lugar, te dejaste atrapar por el cansancio apenas apoyaste la cabeza en la almohada.
El sueño contaminado de ensoñaciones, una catacumba con las  paredes forradas de cráneos y ratas del tamaño de gatos entrando y saliendo por los cuencos donde antes habían ojos, del haz de luz la salida de las catacumbas de donde provienen gritos reclamando  algo, las caras desfilando  una a una, la del niño que apuñalaste para ganarte el respeto en el barrio, tu madre diciéndote que habían acribillado a tu padre en una salidera bancaria y no querías que te enterases por la tv, tu hermano abriendo la boca con los dientes podridos sin decir nada, viéndote corriendo en el reflejo de una vidriera, tropezándote, cayendo, y cientos, miles de piernas  pisándote, destrozándote cada uno de tus huesos, haciéndolos polvo, polvo que se disipa y deja ver a tus ojos todo aquello, una manada humana que impulsa tu cuerpo despierto y sudado en un estado de no pertenencia, del cual salís cuando te das cuenta que estas todo meado como cuando tenías ocho año y tu madre sacaba el colchón para airearlo ganándote las burlas de todos tus amigos.
Guiándote por tus instintos adivinas donde está el lavadero, hay dos cestos, uno rojo y otro azul, abrís el azul, tomas una camisa,  extiendes  las mangas, es pequeña, tiene manchas de sangre en el cuello y en el pecho, sentís un ruido que te hace dejarlo inmediatamente en el cesto, abriendo la tapa del cesto rojo donde dejas las sabanas.
Ves algo que no distinguís metiéndose entre los sillones del vestíbulo que se pierde en el abrir y cerrar de una puerta que no había ni sabias que estuviera allí, te vuelve esa curiosidad que en tantos problemas te había metido, y aunque todavía te laten los pies y la cabeza de dolor  igual querés ir a ver qué fue eso que viste y oíste, y es lo que haces.
Cuando abrís la puerta enciendes la  luz y descubres que hay una escalera que lleva al sótano, bajas con cuidado, sentís con los pies descalzos y doloridos a los escalones de madera húmedos, miras hacia abajo y la oscuridad que emana del espacio que está debajo de la escalera te marea haciéndote resbalar, cayendo en caída libre, quedando tendido en piso del sótano.
Eso que antes no distinguiste y ahora si es una sombra escabulléndose, pero esta vez saliendo del sótano, te tocas la cabeza, tus dedos detectan la venda empapada de sangre  en el mismo instante que la luz se apaga, y subís a toda prisa como podes por los escalones cerrando la puerta con la cara bañada en sangre.
Te quedas con la espalda apoyada contra la pared y la cabeza mirando el techo, aliviado de haber salido del sótano.
“Cuando creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla”
Te susurraste queriendo aliviar la respiración raspada por el dolor, sabías que era de día; aunque dentro de la casa estuviese todo a media luz.
No sentiste el juego de llaves haciendo ruido a la par que la puerta se abriera, desconcentrado o mareado imaginas  varias sombras tomando formas de cuerpos con rostros y sus respectivos labios tironeados por garras que solo vos ves, pero no estás solo, y lo que te sujeta de los hombros y te levanta son dedos y manos humanas, y no puedes creer que con tanta liviandad te suspenda en el aire, abra la puerta del sótano y te arroje quedando desecho en el frío  piso, como si hubieras pasados días tirado ahí, como si llevaras toda una vida en ese sótano, sentís cada pisada sobre los escalones y  sin que puedas ver por la tierra y  sangre pegada en la cara sabes quién es.
Las patadas del anciano no corresponden a su edad, retorciéndote podes arrinconarte bajo la escalera, el anciano te mira y ríe,  va hacia una de las esquinas y te mira por momentos, por el movimiento de la boca sabes que está  hablando con alguien, pero no escuchas nada, te sale algo grisáceo de los oídos, te aprieta los pantalones, no podes respirar, sentís una punzada en el pulmón izquierdo, te sacás el cinturón y lo enroscas en tu mano.
El anciano viene hacia vos, con la sonrisa tatuada en la cara te arroja a la oscuridad con la que hasta hace unos segundos hablaba. Roen cadenas con quejidos enfermos de sufrimientos, el brillo de lo que crees que es un bisturí surca con un movimiento rápido del brazo el aire negro de la oscuridad, en un reflejo de querer seguir con vida le das un golpe contundente en la rodilla haciéndole soltar el bisturí que hace que se  agache a buscar sin percatarse de que ya tenés hecha la horca con el cinto que segundos después lo va a estar asfixiando, desconociendo de dónde sacas esa fuerza que dilatan las pupilas del anciano, que causan el crujido de la nuez partiéndose, que vuelven sus pupilas dos globos negros, que hacen salir su lengua, ya color bordo, compenetrándote en el acto, arrugando la cara, ensangrentándote las manos de tanto tirar, haciéndote cerrar los ojos, mientras las sombras trepan por detrás de tu espalda.

León Carpignano




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