jueves, 7 de mayo de 2020

El camino al infierno está lleno de buenas intenciones






Los hongos de los pies se hacían sentir, sangraban, a medida que corrías  las zapatillas blancas se teñían de rojo, por detrás un grupo de padres enfurecidos con sus caras desencajadas  iban maldiciendo, y vos que no dabas más, te tocabas el costado, saltaste el tapial y las voces se apagaron súbitamente.
Querías desmayarte, pero el miedo te sostenía, los ojos pesaban, el olor a pasto recién cortado, la tierra mojada, esa voz ronca iluminó el silencio reciente:
-Cuando creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla. El golpe que te dio de lleno en la cabeza te hizo perder el conocimiento.
Cuando despertaste sentiste la boca pastosa, tenías los pies vendados y un vaso con agua junto a la mano izquierda; bebiste como si fuera tu ultimo día en el planeta tierra.
La voz ronca se volvió a escuchar:
-¿Qué hiciste?, dijo la voz desde la  oscuridad de la sala donde te encontrabas. El viento levanta las cortinas y la luz te revela quién es la voz ronca, un anciano de torso considerable con una melena blanca que iban en contraste con las cejas negras. Le dijiste que te perseguían para robarte, le viste la cara en ese momento, sabías que no creía una sola palabra de las que les estabas diciendo, pero igual seguiste mintiendo, te había curado los pies, dejado un vaso con agua a tu lado, pero también se te rompió la cabeza y esa herida justamente no la había atendido.
Decidiste no seguir mintiendo, le dijiste la verdad, te quedo mirando largo tiempo, y luego te dijo
-Yo también hice mis cosas cuando tenía tu edad, qué edad tenés, trece, catorce, bueno no importa yo no voy a llamar a la policía.
Lo que dijo te devolvió el alma al cuerpo, hacía poco que habías cumplido los dieciocho años y salido del reformatorio aunque tu apariencia física hacía que te den menos edad.
-¿Querés comer algo?
No lo dudaste, hacía dos días que no comías, te trajo un plato con pasta que devoraste en segundos.
-Creo que tengo algunas zapatillas, ¿cuánto calzas?.
Cuarenta y uno, dijiste mientras pasabas el pan al plato. Al rato volvió con unas zapatillas de la marca que te gustaban, y que te calzaban perfectas.
-Te podes quedar esta noche si querés, y mañana temprano te vas.
-…Pero, ¿y su mujer o sus hijos que van a decir?.
-No tengo hijos, y mi mujer murió ya hace unos años.
Gritos que se volvieron a oír desde afuera te pusieron en alerta.
-Quédate tranquilo  que acá no te va a pasar nada.  
Esa casa inmensa tenía como vida propia o eso creías vos. La habitación que te dio, amplia, limpia, todo en su lugar, te dejaste atrapar por el cansancio apenas apoyaste la cabeza en la almohada.
El sueño contaminado de ensoñaciones, una catacumba con las  paredes forradas de cráneos y ratas del tamaño de gatos entrando y saliendo por los cuencos donde antes habían ojos, del haz de luz la salida de las catacumbas de donde provienen gritos reclamando  algo, las caras desfilando  una a una, la del niño que apuñalaste para ganarte el respeto en el barrio, tu madre diciéndote que habían acribillado a tu padre en una salidera bancaria y no querías que te enterases por la tv, tu hermano abriendo la boca con los dientes podridos sin decir nada, viéndote corriendo en el reflejo de una vidriera, tropezándote, cayendo, y cientos, miles de piernas  pisándote, destrozándote cada uno de tus huesos, haciéndolos polvo, polvo que se disipa y deja ver a tus ojos todo aquello, una manada humana que impulsa tu cuerpo despierto y sudado en un estado de no pertenencia, del cual salís cuando te das cuenta que estas todo meado como cuando tenías ocho año y tu madre sacaba el colchón para airearlo ganándote las burlas de todos tus amigos.
Guiándote por tus instintos adivinas donde está el lavadero, hay dos cestos, uno rojo y otro azul, abrís el azul, tomas una camisa,  extiendes  las mangas, es pequeña, tiene manchas de sangre en el cuello y en el pecho, sentís un ruido que te hace dejarlo inmediatamente en el cesto, abriendo la tapa del cesto rojo donde dejas las sabanas.
Ves algo que no distinguís metiéndose entre los sillones del vestíbulo que se pierde en el abrir y cerrar de una puerta que no había ni sabias que estuviera allí, te vuelve esa curiosidad que en tantos problemas te había metido, y aunque todavía te laten los pies y la cabeza de dolor  igual querés ir a ver qué fue eso que viste y oíste, y es lo que haces.
Cuando abrís la puerta enciendes la  luz y descubres que hay una escalera que lleva al sótano, bajas con cuidado, sentís con los pies descalzos y doloridos a los escalones de madera húmedos, miras hacia abajo y la oscuridad que emana del espacio que está debajo de la escalera te marea haciéndote resbalar, cayendo en caída libre, quedando tendido en piso del sótano.
Eso que antes no distinguiste y ahora si es una sombra escabulléndose, pero esta vez saliendo del sótano, te tocas la cabeza, tus dedos detectan la venda empapada de sangre  en el mismo instante que la luz se apaga, y subís a toda prisa como podes por los escalones cerrando la puerta con la cara bañada en sangre.
Te quedas con la espalda apoyada contra la pared y la cabeza mirando el techo, aliviado de haber salido del sótano.
“Cuando creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla”
Te susurraste queriendo aliviar la respiración raspada por el dolor, sabías que era de día; aunque dentro de la casa estuviese todo a media luz.
No sentiste el juego de llaves haciendo ruido a la par que la puerta se abriera, desconcentrado o mareado imaginas  varias sombras tomando formas de cuerpos con rostros y sus respectivos labios tironeados por garras que solo vos ves, pero no estás solo, y lo que te sujeta de los hombros y te levanta son dedos y manos humanas, y no puedes creer que con tanta liviandad te suspenda en el aire, abra la puerta del sótano y te arroje quedando desecho en el frío  piso, como si hubieras pasados días tirado ahí, como si llevaras toda una vida en ese sótano, sentís cada pisada sobre los escalones y  sin que puedas ver por la tierra y  sangre pegada en la cara sabes quién es.
Las patadas del anciano no corresponden a su edad, retorciéndote podes arrinconarte bajo la escalera, el anciano te mira y ríe,  va hacia una de las esquinas y te mira por momentos, por el movimiento de la boca sabes que está  hablando con alguien, pero no escuchas nada, te sale algo grisáceo de los oídos, te aprieta los pantalones, no podes respirar, sentís una punzada en el pulmón izquierdo, te sacás el cinturón y lo enroscas en tu mano.
El anciano viene hacia vos, con la sonrisa tatuada en la cara te arroja a la oscuridad con la que hasta hace unos segundos hablaba. Roen cadenas con quejidos enfermos de sufrimientos, el brillo de lo que crees que es un bisturí surca con un movimiento rápido del brazo el aire negro de la oscuridad, en un reflejo de querer seguir con vida le das un golpe contundente en la rodilla haciéndole soltar el bisturí que hace que se  agache a buscar sin percatarse de que ya tenés hecha la horca con el cinto que segundos después lo va a estar asfixiando, desconociendo de dónde sacas esa fuerza que dilatan las pupilas del anciano, que causan el crujido de la nuez partiéndose, que vuelven sus pupilas dos globos negros, que hacen salir su lengua, ya color bordo, compenetrándote en el acto, arrugando la cara, ensangrentándote las manos de tanto tirar, haciéndote cerrar los ojos, mientras las sombras trepan por detrás de tu espalda.

León Carpignano




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