Los
hongos de los pies se hacían sentir, sangraban, a medida que corrías las zapatillas blancas se teñían de rojo, por
detrás un grupo de padres enfurecidos con sus caras desencajadas iban maldiciendo, y vos que no dabas más, te
tocabas el costado, saltaste el tapial y las voces se apagaron súbitamente.
Querías
desmayarte, pero el miedo te sostenía, los ojos pesaban, el olor a pasto recién
cortado, la tierra mojada, esa voz ronca iluminó el silencio reciente:
-Cuando
creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla. El golpe que te
dio de lleno en la cabeza te hizo perder el conocimiento.
Cuando
despertaste sentiste la boca pastosa, tenías los pies vendados y un vaso con
agua junto a la mano izquierda; bebiste como si fuera tu ultimo día en el
planeta tierra.
La voz
ronca se volvió a escuchar:
-¿Qué
hiciste?, dijo la voz desde la oscuridad
de la sala donde te encontrabas. El viento levanta las cortinas y la luz te
revela quién es la voz ronca, un anciano de torso considerable con una melena
blanca que iban en contraste con las cejas negras. Le dijiste que te perseguían
para robarte, le viste la cara en ese momento, sabías que no creía una sola
palabra de las que les estabas diciendo, pero igual seguiste mintiendo, te
había curado los pies, dejado un vaso con agua a tu lado, pero también se te
rompió la cabeza y esa herida justamente no la había atendido.
Decidiste
no seguir mintiendo, le dijiste la verdad, te quedo mirando largo tiempo, y
luego te dijo
-Yo
también hice mis cosas cuando tenía tu edad, qué edad tenés, trece, catorce,
bueno no importa yo no voy a llamar a la policía.
Lo que
dijo te devolvió el alma al cuerpo, hacía poco que habías cumplido los
dieciocho años y salido del reformatorio aunque tu apariencia física hacía que
te den menos edad.
-¿Querés
comer algo?
No lo
dudaste, hacía dos días que no comías, te trajo un plato con pasta que
devoraste en segundos.
-Creo
que tengo algunas zapatillas, ¿cuánto calzas?.
Cuarenta
y uno, dijiste mientras pasabas el pan al plato. Al rato volvió con unas
zapatillas de la marca que te gustaban, y que te calzaban perfectas.
-Te
podes quedar esta noche si querés, y mañana temprano te vas.
-…Pero, ¿y
su mujer o sus hijos que van a decir?.
-No
tengo hijos, y mi mujer murió ya hace unos años.
Gritos
que se volvieron a oír desde afuera te pusieron en alerta.
-Quédate
tranquilo que acá no te va a pasar
nada.
Esa casa
inmensa tenía como vida propia o eso creías vos. La habitación que te dio,
amplia, limpia, todo en su lugar, te dejaste atrapar por el cansancio apenas
apoyaste la cabeza en la almohada.
El sueño
contaminado de ensoñaciones, una catacumba con las paredes forradas de cráneos y ratas del
tamaño de gatos entrando y saliendo por los cuencos donde antes habían ojos,
del haz de luz la salida de las catacumbas de donde provienen gritos
reclamando algo, las caras
desfilando una a una, la del niño que
apuñalaste para ganarte el respeto en el barrio, tu madre diciéndote que habían
acribillado a tu padre en una salidera bancaria y no querías que te enterases
por la tv, tu hermano abriendo la boca con los dientes podridos sin decir nada,
viéndote corriendo en el reflejo de una vidriera, tropezándote, cayendo, y
cientos, miles de piernas pisándote,
destrozándote cada uno de tus huesos, haciéndolos polvo, polvo que se disipa y
deja ver a tus ojos todo aquello, una manada humana que impulsa tu cuerpo
despierto y sudado en un estado de no pertenencia, del cual salís cuando te das
cuenta que estas todo meado como cuando tenías ocho año y tu madre sacaba el
colchón para airearlo ganándote las burlas de todos tus amigos.
Guiándote
por tus instintos adivinas donde está el lavadero, hay dos cestos, uno rojo y
otro azul, abrís el azul, tomas una camisa,
extiendes las mangas, es pequeña,
tiene manchas de sangre en el cuello y en el pecho, sentís un ruido que te hace
dejarlo inmediatamente en el cesto, abriendo la tapa del cesto rojo donde dejas
las sabanas.
Ves algo
que no distinguís metiéndose entre los sillones del vestíbulo que se pierde en
el abrir y cerrar de una puerta que no había ni sabias que estuviera allí, te
vuelve esa curiosidad que en tantos problemas te había metido, y aunque todavía
te laten los pies y la cabeza de dolor
igual querés ir a ver qué fue eso que viste y oíste, y es lo que haces.
Cuando
abrís la puerta enciendes la luz y
descubres que hay una escalera que lleva al sótano, bajas con cuidado, sentís
con los pies descalzos y doloridos a los escalones de madera húmedos, miras
hacia abajo y la oscuridad que emana del espacio que está debajo de la escalera
te marea haciéndote resbalar, cayendo en caída libre, quedando tendido en piso
del sótano.
Eso que
antes no distinguiste y ahora si es una sombra escabulléndose, pero esta vez
saliendo del sótano, te tocas la cabeza, tus dedos detectan la venda empapada
de sangre en el mismo instante que la
luz se apaga, y subís a toda prisa como podes por los escalones cerrando la
puerta con la cara bañada en sangre.
Te
quedas con la espalda apoyada contra la pared y la cabeza mirando el techo,
aliviado de haber salido del sótano.
“Cuando
creas una mentira crece sin que nada o nadie pueda detenerla”
Te
susurraste queriendo aliviar la respiración raspada por el dolor, sabías que
era de día; aunque dentro de la casa estuviese todo a media luz.
No
sentiste el juego de llaves haciendo ruido a la par que la puerta se abriera,
desconcentrado o mareado imaginas varias
sombras tomando formas de cuerpos con rostros y sus respectivos labios tironeados
por garras que solo vos ves, pero no estás solo, y lo que te sujeta de los
hombros y te levanta son dedos y manos humanas, y no puedes creer que con tanta
liviandad te suspenda en el aire, abra la puerta del sótano y te arroje
quedando desecho en el frío piso, como
si hubieras pasados días tirado ahí, como si llevaras toda una vida en ese
sótano, sentís cada pisada sobre los escalones y sin que puedas ver por la tierra y sangre pegada en la cara sabes quién es.
Las
patadas del anciano no corresponden a su edad, retorciéndote podes arrinconarte
bajo la escalera, el anciano te mira y ríe,
va hacia una de las esquinas y te mira por momentos, por el movimiento
de la boca sabes que está hablando con
alguien, pero no escuchas nada, te sale algo grisáceo de los oídos, te aprieta
los pantalones, no podes respirar, sentís una punzada en el pulmón izquierdo,
te sacás el cinturón y lo enroscas en tu mano.
El
anciano viene hacia vos, con la sonrisa tatuada en la cara te arroja a la
oscuridad con la que hasta hace unos segundos hablaba. Roen cadenas con
quejidos enfermos de sufrimientos, el brillo de lo que crees que es un bisturí
surca con un movimiento rápido del brazo el aire negro de la oscuridad, en un
reflejo de querer seguir con vida le das un golpe contundente en la rodilla
haciéndole soltar el bisturí que hace que se
agache a buscar sin percatarse de que ya tenés hecha la horca con el
cinto que segundos después lo va a estar asfixiando, desconociendo de dónde
sacas esa fuerza que dilatan las pupilas del anciano, que causan el crujido de
la nuez partiéndose, que vuelven sus pupilas dos globos negros, que hacen salir
su lengua, ya color bordo, compenetrándote en el acto, arrugando la cara,
ensangrentándote las manos de tanto tirar, haciéndote cerrar los ojos, mientras
las sombras trepan por detrás de tu espalda.
León Carpignano
León Carpignano
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