Camino siempre por las
calles de mi ciudad que son las calles del subdesarrollo y he caminado hasta
sus confines, allí en donde parece terminar la ciudad y comienza un inmenso
páramo que ni siquiera tiene árboles que den su sombra. Solamente se ven casas
de chapas y de cartón colocadas a lo largo de intrincadas callecitas que dan
vueltas y más vueltas, y una vía solitaria que atraviesa esa inmensa extensión
y se pierde allá lejos en donde sale el sol. Y he caminado por los suburbios y
los suburbios de los suburbios con sus veredas rotas y sus zanjas invadidas por
yuyales que poco a poco, casi sin que uno se de cuenta, se van transformando en
grandes avenidas y hermosos boulevares con palmeras, y torres que parecen
llegar al cielo, y barrios cerrados cada vez más cerrados, cada vez más lejos
de los pobres con su enfermedad incurable que es la pobreza. Y hoy que he
vuelto a cruzar nuevamente la ciudad de las mil caras y sus ocultas fronteras,
veo delante mío un ciruja que camina rápido con sus zapatillas demasiado
grandes, o a lo mejor es que sus piernas son flacas de tanto caminar y caminar
y empujar su carrito tan pobre como él, tan vulnerable como su propia vida. Y
viene de lejos con su carrito vulnerable y sus zapatillas siempre grandes. De
muy lejos. Casi en donde termina la ciudad. Tan lejos que nadie llega allá, ni
el progreso, ni las veredas, ni la luz, ni las grandes avenidas. Y eterno
migrante, inmortal viajero con el alma encallecida, cruzará todas las fronteras
y pasará por los suburbios, y los suburbios de los suburbios, y las torres y
mansiones y shopping a los que nunca podrá entrar y recorrerá las calles de la
ciudad, juntando cartones y buscando en la basura algo para comer. Y de tanto
andar con su indigencia a cuesta, casi nadie lo vé al eterno viajero de los
márgenes y solamente unos pocos saben de su pobre vida. A lo mejor cierran los
ojos, o a lo mejor creen que pobres tiene que haber siempre, y viajan a
ciudades lejanas y tan lindas que parecen fantasías, en donde no hay veredas
rotas, ni yuyales, ni cirujas que revuelven la basura, ni piquetes de pobres
perdedores que cortan las calles pidiendo las sobras del sistema y la vida se
desliza irreal como en un shopping. Y la vida, y los ruidos, y el apuro sin
sentido, y las injusticias viejas como el mundo, y las grandes diferencias que
vé todos los días cuando con su carrito vulnerable cruce las grandes avenidas y
las torres que parecen llegar al cielo y vuelva a sus casitas de chapas y de
cartón, seguirán pasando a su lado casi sin que el se dé cuenta.
Y yo, espectador
melancólico de la vida, trataré de preservar mi maltrecha ideología libertaria,
y de preservarme, y de conservar mi lugar de privilegio cerrando los ojos a
veces para no ver tanta injusticia, o esperando ese mágico momento que a veces
llega, ese imprevisto instante en que el alma se ilumina y uno puede ordenar
palabras con pasión, y darles forma, y tratar de que hablen de derrotados y
perdedores, porque nadie habla de ellos en estas épocas de exitosos y
ganadores. Aunque corran malos tiempos para las palabras escritas. Aunque sepa
que nada va a cambiar. Y seguiré corriendo por la vida sin saber qué hacer con
tanta indiferencia, sin saber qué hacer con mi pena viendo a un hermano comer
de la basura, sin saber qué hacer con mi vergüenza por no despertarme y decir
basta. Pero mientras tanto seguiré andando por estas calles desoladas en donde
están mis raíces, mis afectos, mi historia, mi bandera, mi idioma, mis
miserias, sus tristezas y alegrías que son las mías, sabiendo que hoy o mañana,
cuando esté por terminar la noche y todos duerman, algún ciruja con sus
zapatillas demasiado grandes y su carrito vulnerable volverá a su casa de
chapas y de cartón andando por el senderito polvoriento que corre al lado de
las vías que parecen juntarse allá lejos, en donde asoma el sol de un nuevo
día.
Ilustración y texto: Juanma.
(Alumno del taller literario para adultos mayores de la Biblioteca "Doctor Juan Álvarez").
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