martes, 22 de septiembre de 2020

La escuela

 



Los hilos de la alambrada seguían brillando bajo las gotas.

El agua bebida en el hueco de las manos, nos llevaba a la sal profunda de la tierra y la lluvia del cielo.

La tierra arada, los surcos urgentes desgarrados, primero por mi abuelo, luego por mi padre, quedaban atrás.

El primer día de clase… quince cuadras largas y gastadas, en que se confundían las veredas con la tierra.

Las vías del tren partían al pueblo en dos, como un rayo en el cielo, de un lado  el caserío, del otro, la campiña; la locomotora, un pájaro negro imperial, graznando seguido de sus “pichones” llenos de granos.

Echaba vistazos al camino andado, buscaba la protección de mi madre, las conversaciones mudas, los palotes y redondeles zigzagueantes bajo la luz de la lámpara de kerosene, en la mesa de la cocina.

Seguía el trayecto, y allí estaba, la plaza, la Iglesia, la Escuela, un gigante dormido con ventanas amenazantes, la galería abierta, el patio de tierra,…y el aula, el aula grande, fría con sus fauces francas como un animal famélico dispuesto a deglutirme.

La angustia frente a lo desconocido, ese vuelco en el estómago, la pérdida de esas raíces oscuras que me ataban a la tierra voluptuosa, espléndida…

Sensaciones borrosas, el olor a la tinta negra, el cuaderno, cuyas hojas no se podían arrancar, los manuales de estudio de páginas lustrosas, y en los días de lluvia, ese olor…de ropa mojada.

Un pudor invencible cuando en los boletines, mi padre con letra orgullosa y ondulante de tercer grado de primaria, escribía: “Agricultor”, me daba vergüenza…pero por suerte de golpe sentí  la vergüenza de haber sentido  Vergüenza.

Esa niña que a esa edad estaba hecha, de como estaban hechos sus padres…

Ese recato insalvable que le tapaba la boca, si tenía que hablar de su casa, de cómo en los días de lluvia, el barro la sujetaba por el tobillo como una mano fría, fuerte y suave, atenazándola, y al tirar, el barro más la aferraba, la apretaba, hasta que por fin, tiraba y lo soltaba; en ese barro se alargaban sus años de infancia.

Ese miedo para una niña, que secaba la garganta, como entrando a una segunda vida, más real, quizás que la primera,…incierta, verdadera.

Texto: La gata bacana.

Pintura: Pablo Picasso.

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