Frente a los cánones
que intentan regular la literatura, nos propondremos entre otras cosas la literatura experimental. En este tipo de
literatura el escritor no parte de un modelo rígido para luego intentar
plasmarlo en su obra. Por el contrario, aunque pudiera tener algunos
referentes, en la práctica puede correrse de ellos, de los caminos que marcan,
y explorar los propios. Siempre se tratará de la puesta en juego de un
laboratorio, en donde los ensayos conducirán siempre a nuevos resultados, a la
sorpresa, a lo inesperado.
Es por ello que
trabajaremos, tomándolas como referentes, a las vanguardias artísticas del
siglo XX, que han roto gran parte de los cánones literarios y artísticos
imperantes. Tomaremos a las vanguardias porque ellas implicaron no sólo una
apuesta a trasgredir los cánones de la literatura, sino que pusieron a casi
todas las disciplinas artísticas en cuestión, proponiendo una nueva concepción
del mundo.
Recurriremos a las
vanguardias a la vez por otras razones.
Ellas atacaron blancos
que también rivalizan con la literatura que buscamos. Pusieron en entredicho a la
Razón, guía ordenadora de la civilización occidental, apelando al inconsciente,
a lo onírico, tratando de expresar ya no la realidad objetiva que rodeaba al
artista (como lo hacía el impresionismo en el siglo XIX, expresando a su vez
los gustos homogeneizadores de la burguesía) sino su mundo interno, en el que
habitaba una modernidad que estaba haciendo estragos: aparecía entonces la
soledad, la angustia, la alienación (como se puede ver en la pintura de Edvard
Munch: “el grito”), la necesidad de revelarse contra ese mundo, habitado y
mancillado por el capitalismo, por la mercantilización de la vida, por la
explotación, la miseria, la automatización y la masificación, por el
individualismo, mientras que a nivel filosófico el positivismo se convertía en
la flamante cosmovisión del mundo, con una mirada cientificista que descartaba
y condenaba al ostracismo cualquier otra forma de ver el mundo.
Como decíamos, el paso
de las vanguardias hizo eclosionar los cánones del arte. A tal punto que hoy
parecería que ya no existieran muros, temas tabúes, jerarquías. Ni temas
prohibidos, ni reglas fácilmente identificables, o formas únicas del hacer
artístico. En este sentido parecería que el arte es una extensión de escombros.
Ya no habría muros que atravesar. Todo sería arte. Todo dependería de los
gustos de los espectadores o los lectores.
Pero tenemos la
impresión de que todo esto es sólo una realidad aparente. Porque el hecho de que los muros y las jerarquías no
sean perceptibles a simple vista no implica que no existan. Con el imperio del
arte o la literatura mercantil,
podría considerase que hay un arte oficial que es el que logra venderse o el
que se pone de moda, deportando a los escritores que no se someten a esos
parámetros.
El mercado, sutilmente,
regularía los cánones artísticos. Lo que las grandes editoriales venden. Lo que
los concursos consideran que es la literatura correcta. Es por eso que el
escritor suele estar sujeto a la hipotética lectura que el lector pudiera hacer
de su obra. Mientras que en algunas vanguardias se trataba de escribir para
escandalizar a los lectores, hoy la literatura se somete a ellos. La literatura
experimental, por el contrario, podrá proponerse otros objetivos: sacudirlos,
estremecerlos, llevarlos por lugares a los que nunca se hubiesen animado a ir
por su propia cuenta. En la literatura experimental el escritor podrá llegar al
fondo de sí mismo, a ver lo que en su vida cotidiana no ve, identificar las
reglas que lo someten y que se tornen insoportables (tanto para él como para el
lector), mostrar, en síntesis, un mundo sobre el que nadie pone la luz o el
foco. También serviría para el trance del escritor (y del lector), el viaje a
lugares desconocidos. Pensaríamos entonces en que la literatura puede
convertirse en una línea de fuga en la que tanto el escritor como el lector rompan
el contrato comercial, dejen de ser lo que son, pierdan sus identidades, y
puedan encontrarse en lugares impensados. Se trata de llevar al límite abismal
de lo posible a nuestra pluma.
Es por eso que no se
tratará tanto de “aprender a escribir” (suponiendo que habría una técnica para
hacerlo), sino de trabajar sobre lo sensorial, para ver el mundo con otros
sentidos (ver otro mundo). También trabajaremos para llevar a la literatura
hasta su límite, donde rozaría con otros lenguajes artísticos, como la pintura,
la escultura, la música o el cine. Una vez que podamos ver otro mundo, podremos
también escribirlo (es decir: crearlo).
En ese sentido, uno de
los ejercicios que haremos es salir a hacer recorridos urbanos para tomar fotos
de la ciudad. Reparar sobre los espacios en los que la gente no pone el foco,
los lugares inobservados (con sus colores, sus aromas, sus sonidos), la
oscuridad o la sombra de la ciudad que no vemos.
Trabajaremos con todos
los estímulos sensoriales de los que podamos echar mano. Escucharemos
música, haremos música, jugaremos (se trata de volver a ser niños para
escribir como niños: hay que deshacer la escritura para volver a armarla),
escribiremos risas y llantos: volveremos a vivir. La literatura experimental
buscará despertar muertos, muertos en vida, el autómata que cada uno lleva
adentro -y en algunos casos también afuera-. Tenemos que develar las heridas
invisibles que ya no sentimos, sentir la sangre que nunca parará de manar,
hacer hablar a todas las voces que nos constituyen y que están en guerra, y
cuya estridencia no nos deja escuchar la voz del escritor que llevamos dentro y
que haría nacer todo lo que el cuerpo ha reprimido.
Mirar la ciudad, y el
mundo, con ojos de extranjero, para encontrar un afuera de la literatura. Buscar una periferia, suponiendo que hay un eje literario, un centro de
producción, donde se reprime todo lo que podría ser amenazador para la
literatura correcta y mercantil. Porque debemos saber que la literatura
correcta, exitosa, consensuada por los poderes literarios, se abroquela en su
ciudad amurallada, poniéndose a salvo de otra literatura, a la que podríamos
llamar salvaje. Escribiremos como
niños, como analfabetos, como locos (para eso es el trastrocamiento de los
sentidos), como animales, escribiremos en trance (si es que lo logramos: los
poderes ejercen controles muy potentes para evitarlo). Hay que poder percibir
los muros invisibles de la literatura, la razón
que los construye, para poder limarlos y atravesarlos.
Escribimos por
necesidad (necesidad de vivir, de volver a hablar, de un despertar sensorial),
no para vender nuestra obra a hipotéticos lectores que, al tenerlos en cuenta
mientras escribimos, nos censuran, nos limitan, nos adormecen, nos aplastan.
“Construirás
frases gramaticalmente correctas”, dicen los poderes literarios. La gramática,
la sintaxis, la significación, el sentido, diferentes frentes de ataque a la
literatura que buscamos. No desconoceremos las diferentes formas de producir o
de leer. Pero trataremos de producir nuevos enunciados,
por momentos jugando con la gramática, deshaciendo el imperio de la
significancia. Buscaremos la polisemia, y en el límite, la asignificancia: liberar flujos de producción en los que ciertos
objetos no estarían atados a un significante que los tiranice. Flujos que no se
dejarían atapar por las artimañas del mercado literario, flujos que chorrearán
por las páginas que escribiremos, flujos que desbordarán los límites del libro,
para inundar el mundo que los rodea, con lo cual el libro estará abierto a la
vida.
Los
sustantivos, los adjetivos, los predicados, la dicotomía sujeto-objeto:
jugaremos con todos ellos. Intentaremos registrar las fronteras borrosas que
los conectan, las zonas de confusión, de ambigüedad.
Pero…
¿a dónde nos puede llevar esta experiencia?. No lo sabemos de antemano. Tal vez
será difícilmente decodificable para las convenciones que hoy organiza la
literatura oficial. Tal vez podamos crear un desierto literario, nuevas tierras
inhóspitas, nuevos mundos, un laboratorio de producción de flujos incontrolables,
donde el lector y el escritor se encuentren siendo otros, un nuevo lenguaje para ellos. Este tipo de literatura no
sería para “entender” o “ilustrarse”, sino que sería una estrategia de
supervivencia, para en algunos casos hacer soportable la vida, y en otros
intensificarla al máximo. Debería por lo tanto fusionarse con el deseo,
robustecerlo, y entregarle la pluma. El deseo, nada menos que el deseo, que
yace enterrado entre los escombros, enmarañado entre esas luchas de voces en
guerra, esas pulsiones literarias, que no nos dejan escucharlo. Vivimos
aturdidos, hay una fuerza de creación que hay que despertar, es el gigante
dormido, el que deberá escribir nuestros libros, al que incluso nosotros le
tenemos miedo. Porque el deseo es también un flujo, difícil de codificar. El
deseo del que hablamos no busca lectores, sólo necesita que el escritor lo
exprese, y así reproducirse en nuestras páginas, energizado, al conectarse con
cada fragmento de nuestras vidas.
La
literatura que buscamos (no es fácil lograr todo lo que nos proponemos, porque
entre otras cosas tal vez pueda tratarse de un ejercicio infinito), intenta
romper con el contrato entre escritor y lector, la relación de consumo entre
ellos, de compra-venta. La literatura de mercado nos hace creer que no hay
expresión posible por fuera de sus marcos. Frente a su colosal poder (en esa
dinámica de prestidigitadora, de mostrar y ocultar lo que permite y lo que prohíbe), nos cuesta encontrar una literatura singular
(vehículo para una nueva vida) que circule por fuera de los canales oficiales y
exitosos. Ese movimiento puede implicar tal vez cierta soledad, al no escribir
ya pensando en quien nos comprará lo que escribimos. Tal vez entonces sea la oportunidad de crear
otros lectores, que pertenezcan a otros mundos, a otra era: escribir para el
lector del futuro.
Uno
de los motores de nuestra producción será el inconsciente, donde anida una vida
reprimida. Trabajaremos con la asociación
libre para llegar a esas instancias. El inconsciente debe tomar nuestra
pluma, con su propio lenguaje. Un lenguaje en el que por momentos aparece la
incoherencia, una semántica en la que se desmoronan las razones literarias. La
polisemia: palabras que sugieren infinidad de sentidos. Y en el límite, la asignificancia, en la que ya es inútil
tratar de interpretar lo que quiso decir el escritor, porque él sólo quiso
liberar algún sinsentido atragantado en lo más profundo de su cuerpo. Allí, en
esos bajo-fondos, anida la esquizofrenia. Palabras que se asocian de manera anárquica,
que no se dejan organizar por la gramática y la sintaxis con las que opera la
literatura “correcta”.
De
nada nos servirá intentar desentrañar qué quiso decir un determinado escritor cuando leemos su obra porque la literatura
que buscaremos no siempre se dejará interpretar. En la poesía podremos pensar
que cada verso puede conectarse con cualquier otro. En una novela, tal vez
podemos pensar en la ausencia de un hilo conductor, de una progresión, en una
producción intensiva. Allí el azar puede haber sido uno de los motores de
producción, y lo propio ocurriría con la lectura.
Buscaremos,
tanto al escribir como al leer, entrar en una despersonalización (licuar nuestra
identidad, entrar en una especie de trance en el que escritor y lector dejan de
estar separados y se funden).
La
literatura, cuando está apresada en la búsqueda de sentidos que puedan capturar
al lector, captura y encierra, previamente, al escritor. Las formalidades que
la ciñen hacen de la obra algo que el lector prevé. Para salir del sometimiento
habrá que escribir y deformar las personalidades, las estructuras, creando
líneas de fuga, en las que ellas se desintegran, se pierden como un gas que se
sale de un conducto, con toda su potencia, y se diluye en el aire para tornarse
imperceptible.
Sería
difícil, cuando no arbitrario, tratar de identificar en este caso a un autor.
Los escritores en este tipo de literatura se esparcen por el aire infinito de
la literatura, influenciados por un sinnúmero de otros escritores, y por la
vida -en todas sus manifestaciones- que ingresa a su obra, abriéndola a su
exterior.
Un
viaje hacia nuevas tierras, sin nombre, a las que se accede cortando los
alambrados. En la producción literaria, en la que se pone en juego la
singularidad del escritor (su estilo, su creación, la invención de nuevos mundos) suele intervenir una
multiplicidad. Una multiplicidad es un conjunto de singularidades. Lo que
aparece ya en este punto, es la construcción de una máquina de enunciación en
la que el deseo toma la pluma.
Este
tipo de deseo no intentaría saciarse, no estaría ligado a la falta, no buscaría un objeto para satisfacerse. Sólo buscaría
producir, escribir sin pensar a donde desembocará su producción.
Ese escritor del que hablamos es aquél que no puede vivir sin escribir. El que si no respira literatura se asfixia. Es el que sabe que la literatura comercial invade los anaqueles de todas las librerías, y no puede respirarlos. Con lo cual mientras escribe, en algunas ocasiones, no sabe a dónde irán a parar sus palabras. En esas ocasiones escribe para sí mismo. De esta manera se sale de los valores productivistas que estructuran la literatura de mercado, en la que cada palabra tiene un precio, con lo cual las palabras se trasforman en mercancías que están orientadas a satisfacer una demanda. Esa es la relación utilitaria que el escritor de mercado tiene con la literatura.
Una
estrategia de este tipo implicaría la desestructuración
del escritor, como condición de producción (para crear nuevos mundos hay
que desarmar el que tenemos). Intentaremos en los talleres (con estímulos
musicales, con juegos, con dramatizaciones, con pinturas) tocar la sensibilidad
del tallerista, agitarlo, sacudirlo, para desarmarlo, y que pueda producir para
rearmarse con otro cuerpo e inventarse un nuevo nombre.
Por
lo tanto no sólo se tratará de un taller literario. Esta experiencia
trascenderá las fronteras del arte, y pondrá a la literatura al servicio de la
vida. Entonces: ¿para qué escribir?. No hay un para qué: se escribe porque no se puede hacer otra cosa.
Mauro Paradiso (coordinador del taller literario "La cuarentena en palabras", de la Dirección de Juventudes, y del taller literario para adultos mayores de la Dirección de Adultos Mayores de la Municipalidad de Rosario).
Excelente, Mauro. Que buena definición !!
ResponderEliminar"La razón engendra monstruos". Somos seres emocionales que razonan, energía sutil dentro de un cuerpo. El discurso me recuerda a Victor Hugo: "Creer en algo es difícil, pero no creer en nada es imposible". Se aprende a escribir siendo libre de la mirada de los demás.Lo que las personas leen no siempre coincide con la verdad que quiso plasmar el escritor en su obra.
ResponderEliminarAlguien dijo una vez: "Siempre que sentimos somos Niños" Este mundo es impecable e implacable, lo que va a hacer es tratar de bajar nuestro valor o de medirlo en términos mundanos. Un cuento de R.Bradbury lo expresa mejor.
"Bailando para no estar muerto"(...)
"Escribo y escribo para no estar muerto" (...)
Formidable relato exhibicionista.
Cortésmente,
Horacio René Quinteros 🌷🌷🌷🌷
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ResponderEliminarImpecable discurso Mauro, provocador, excitante, inmenso, vertiginoso.
ResponderEliminarFelicitaciones
Abrazo
Susana✨
Interesante la propuesta del taller. Me atrae el entrecruzamiento de disciplinas expresivas. Así entiendo la vida y el arte. Saludos. Silvia
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