jueves, 6 de agosto de 2020

Paredes



Durante el invierno me había dado cuenta que las paredes del patio estaban muy deterioradas, con enormes manchas de humedad, revoques caídos, colores varios que hablaban de distintas pintadas en distintas épocas y por distintas manos.

Pensé entonces que cuando el tiempo mejorara, tendría que llamar a un albañil y a un pintor, en ese orden.
Por el mes de noviembre, comencé a comprar los materiales y tratando de ahorrar, descarté primero al albañil y luego también al pintor. Tranquilamente podría ahorrarme la mano de obra, la cuestión no parecía difícil. Lo haría poco a poco, sin apuro, ya que tenía el verano por delante.
Lo mejor era hacerlo por la mañana, el sol pegaba fuerte cerca del mediodía, así que ese primer sábado me levanté temprano y comencé con la tarea.
La cosa no era tan fácil como aparentaba, pintar con rodillo demanda mucha pintura, se salpica todo y a poco de andar los brazos duelen y pesan cada vez más. Al principio se pone más cuidado para no ensuciar, pero transcurrido un tiempo, ya no importan las manchas ni en el piso, ni en la ropa, ni en la cara.
Al empezar había calculado la cantidad de tiempo que me demandaría el trabajo, unos dos días para cada pared y listo. Sin embargo, esos seis días no alcanzaron, antes de terminar la tercera pared aparecían imperfecciones en las otras dos, así que pensé en disponer de un día más para el retoque de cada una. Pero éstos volvieron a ser insuficientes, siempre tenía que volver a retocar.
Incorporé una nueva muda de ropa para el trabajo, ya que la primera quedó totalmente fuera de uso. Además, tuve que buscar más tarros, más baldes, más pinceles y renovar los rodillos que se gastaban rápidamente comidos por las imperfecciones de las superficies.
Agregué más días y más horas al trabajo, ya que no bastaban las dos, ni las tres, ni las cuatro que fui sumando con el correr del tiempo.
Pedí licencia en el trabajo porque no podía cumplir con todo. Tenía que hacer muy rápido las otras tareas que demandaba la casa para dedicarle más tiempo a la pintura.
Las paredes, a pesar de dedicarle tanto tiempo, estaban casi como al principio; fui variando el sistema, primero pintaba toda una pared, y luego las otras; después empecé a pintar las partes altas, las medias y por último las bajas de cada una. Pero siempre tenía algo más para hacer.
Gastaba mucho dinero en pintura, pinceles, rodillos, lijas, y tuve que restringir otros gastos. Quedé casi sin ropa porque poco a poco la fui usando para pintar y no podía reponerla. Terminada la primera licencia pedí otra y luego otra, hasta que ya no me autorizaron más, entonces tuve que solicitar una especial sin goce de sueldo.
Casi disponía del día entero para pintar, lo hacía desde que amanecía y hasta que llegaba la noche.
Los meses del verano pasaron rápido, llegó el otoño, y las lluvias me complicaron, porque lo que pintaba enseguida el agua se lo llevaba.
Los días se acortaron, y comenzó el frío. Por otra parte, la licencia especial terminó y como ya no me concedieron otra, tuve que renunciar; no podía dejar el trabajo de las paredes sin terminar. Siempre seguía faltando algo. Ya no podía disponer de tiempo para hacer las compras, así que los amigos comenzaron a llevarme los alimentos, que comía apresuradamente mientras pintaba o lijaba alguna imperfección. Había días en lo que no podía avanzar, otros que significaban un total retroceso porque la pintura se despegaba, así que debía rasquetearla con cuidado, poner nuevamente fijador y esperar para volver a pintar.
Me levantaba todos los días muy temprano para empezar rápidamente la tarea. En cuanto me ponía en pie, lo primero que hacía era ir al patio para ver qué había ocurrido con las paredes durante la noche. Siempre había alguna novedad, algo se había descascarado, algo se había despegado; traté entonces de dormir menos y estar con mayor atención para salvar los problemas.
Me fui agotando de pasar el rodillo, el pincel, de subir y bajar las escaleras con los tarros. La piel se me puso áspera, las manos estaban cada vez más escamosas.
Durante el invierno la cosa se complicó bastante, el frío me entumecía los dedos, los pinceles y los tarros se me caían. Los días de viento fuerte resultaban agotadores y ni que hablar de las lluvias intensas por las cuales debía suspender la tarea.
Descuidé casi por completo el resto de la casa, no tenía tiempo para limpiarla, ni lavar los vidrios, ni desinfectar el baño. No tenía ya vajilla disponible, toda estaba sobre la mesada, tan sucia y pegoteada que no podría volver a usarse.
Lo que en un principio fueron algunos tarros en la cocina, se transformaron en cientos y cientos, en pinceles sin pelos, en lijas gastadas, en rodillos desarmados que ocuparon el baño, las habitaciones, y todos los ambientes de la casa. Las pilas de restos de envases fueron creciendo y taponearon las ventanas y las puertas.
Los amigos ya casi no venían, decían que yo no hablaba de otra cosa que no fuera de pintura, de paredes y revoques. A veces me dejaban algo de comida y se iban rápidamente corridos por los nauseabundos olores de la casa que hacía tanto no limpiaba.
Un día me propuse dar la cuestión por terminada, tenía que ponerle fin de una vez por todas. Pero mirando las paredes, las encontré tan deslucidas, que me prometí darles una última pintada. Una pintada más para cada una y que quedaran como quedaran. Así lo hice los días que siguieron, primero una, luego la otra y por último la tercera. Esa noche me acosté temprano, al día siguiente hice un gran esfuerzo para no ir corriendo al patio. Tenía que salir a buscar un nuevo trabajo porque ya no podía mantenerme. Me costó atravesar la puerta taponeada de basura y con enormes cortinas de telarañas.
La mañana afuera de casa me pareció eterna. Volví cerca del medio día, ya no aguantaba más sin ver que había pasado. Atravesé la sala corriendo y salí al patio. Ahí estaban las tres, como reprochando el abandono de tantas horas, sucias y descascaradas, la pintura había caído, las manchas de humedad habían vuelto aparecer.
Me dije que esto no podía volver a pasar. Ya no volvería a ocurrir. Ni siquiera por las noches dejaría de vigilarlas, siempre se corría algún riesgo, siempre había algo que las amenazaba. Así que llevé el sillón grande con algunas mantas hasta el centro del patio, para dormitar cuando el cansancio me venciera, coloqué luces por todos lados, para que la oscuridad no me impidiera ver que ocurría con las paredes y poder repararlas de inmediato. Prometí estar alerta todo el tiempo, y no volver a descuidarme.
Cuando me tuve que ir, solo pedí un instante más para mirar las paredes. Me tranquilicé, ahí estaban con sus revoques intactos, blancas sin ninguna mancha y lucían hermosas en el patio lleno de sol.

María Virginia León
Fotografía: Grete Stern

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